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El deambular del insomnio
– Y ¿cómo reaccionaron sus padres con semejante noticia?
– Lo tomaron bastante bien. El sorprendido fui yo al esperar lo peor.
Herbert conversaba a gusto con un desconocido en el parque. Había salido muy temprano y fue capaz de ver el amanecer fuera de su casa, sentado en la banca de uno de los lugares más bonitos y tranquilos que tenía Cloverstone.
El hombre llegó poco después. Herbert se había asustado al principio, creyéndose solo en el parque a esas horas. Oyó los pasos de alguien más acercándose por los adoquines y apareció la figura de aquel extraño.
Joven, de estatura promedio, cabello corto y oscuro, vestido con una gabardina negra en cuyos bolsillos tenía hundidas ambas manos.
La expresión que adoptó su rostro al pasar frente a Herbert fue semejante a cuando se abandona un trance, cuando se retoma conciencia de la realidad. Lo miró y lo único que se le ocurrió decir fue “Alguien más sufre de insomnio en este país”. Lo hizo en voz alta. Se le escapó el pensamiento se dijo para sí Herbert y, sin embargo, respondió:
– Un poco, sí.
– ¿Puedo sentarme con usted?
– Sí, claro.
Y así comenzó todo. En una hora se enteró que su nombre era César Acroe, que había llegado hacía una semana desde Francia en compañía de un amigo, François, quien se hallaba durmiendo como un tronco en su habitación en el Blue Heaven, un bonito hotel ubicado no muy lejos del lugar donde se encontraban ahora, y que desde su arribo no había podido conciliar un buen sueño.
“Vago cada madrugada en este parque como una aparición” había dicho; mas no mencionó el motivo de su visita. Herbert se preguntaba por qué alguien querría estar en Cloverstone en un momento donde no ocurría nada interesante, pero decidió guardarse esa duda y seguir oyendo todo lo que el francés tenía para contar.
César Acroe era un buen conversador. Las palabras brotaban de su boca con tanta facilidad y elocuencia que Herbert lo escuchaba asombrado, gustoso y un poco apenado de su propia ignorancia. Pensaba que, llegado el momento, no sabría qué decir ni cómo hacerlo.
– ¿Por qué se llama Cloverstone?
La pregunta lo había sacudido y tardó unos segundos en tomar conciencia de lo que había escuchado.
– Por las rocas en la cantera. -respondió- Vistas desde la colina parecen tréboles gigantes. Es gracioso si se pone a pensar en la cantidad de tréboles que crecen aquí. Es como si la tierra misma hubiese querido que la llamaran así.
Herbert notó cómo el francés lo miraba directo a los ojos y lo escuchaba atentamente. Incluso parecía disfrutarlo. No sólo era buen conversador, también un excelente oyente.
En poco tiempo se vieron charlando como si se conocieran de toda la vida. César hablaba de París, de lo aburrida y monótona que le parecía su existencia allí.
Habló de su familia. Su padre era un respetable juez y su madre la mejor soprano de toda Francia. Tenía tres hermanas, todas casadas, ya con sus propias familias. Él era el único a quien faltaba comprometer, lo que se convirtió en una razón para abandonar su hogar, ir a cualquier parte, como Cloverstone.
– ¿Vino a buscar esposa?
– ¡Por supuesto que no! Desperdiciar los mejores años de mi vida en un matrimonio joven no está en mis planes. A los 27 uno empieza a vivir, a barajar las opciones que el mundo nos ofrece. Usted no está casado ¿verdad?
– De estarlo, no tendríamos esta charla y si la tuviéramos, estaría en problemas.
César soltó una carcajada. Una vez más, no mencionaba el meollo del asunto. No quería casarse aún, por eso había venido, pero no se abandona una vida sin tener un plan para hacer otra en un lugar diferente. Sin embargo; siguió sin hacer preguntas al respecto confiando en que, en algún punto de la conversación, su duda sería aclarada.
Gustaba mucho del arte. Su amigo François era un pintor que apenas estaba dando sus primeros pasos con los pinceles, pero, según las propias palabras de César, tenía mucho talento que ni el mismo conocía. “Le falta mundo y confianza” decía.
Herbert, más relajado, le habló del difunto Frederick, de cómo su muerte lo marcó profundamente y de cómo cambió su vida en un santiamén con la llegada de un hombre extraño a su casa. No le dijo quién era. Sólo que, en su momento, creyó que se trataba de un hombre cualquiera a quien habían asaltado y necesitaba ayuda.
– Darle una mano sacudió mi existencia en más de una forma. No podría explicarlo.
– No es necesario. Lo importante es si los cambios fueron buenos o malos.
– Si todo sale bien, la pobreza será cosa del pasado.
– Entonces fue un cambio muy bueno.
Herbert procedió a hablarle de la recompensa que recibió del hombre extraño y de todo lo que tuvo que pasar para poder acceder a ella. César se mostraba más interesado en el relato, hacía preguntas que Herbert respondía con gusto, cuidando de no revelar detalles innecesarios, como que el hombre extraño que le cambió la vida era, en realidad, el Diablo.
Le causaba gracia que, de todo lo que le había contado hasta ese momento, lo que más le sorprendió fue que viviera cerca de un bosque donde abundaban los animales salvajes.
– ¿Se metió allí sin nada que lo protegiera?
– No era necesario. Anduve mucho con mi padre por esos lugares cuando era niño. Recolectábamos leña y piedras cerca del riachuelo que lo atraviesa. A veces íbamos de pesca. En todo ese tiempo aprendimos cómo evitar a los animales peligrosos.
César estiró las piernas y contó una anécdota que involucraba a su padre. Habían ido de cacería al terreno de un tío suyo en el campo. Tenía 11 años en aquel entonces. Cada año lo acompañaba, muy a su pesar, a cazar patos, pero ese fue el último. Su padre sufrió un accidente durante la partida. Recibió un disparo en la mano izquierda. Perdió el pulgar ese día y también las ganas de volver a tomar un rifle.
– Nunca se lo dije; pero fue liberador para mí. Como era el único varón de la familia, mi padre intentaba inculcarme esa costumbre a sabiendas de que no me hacía gracia -contaba, mirando a lo lejos.
El silencio se instaló entre ellos de repente. César sacó las manos de sus bolsillos y Herbert se percató que era la primera vez que lo hacía desde que tomó asiento. Simuló no haber visto los dos anillos que rodeaban el dedo índice de su mano derecha. A simple vista notó que eran de oro, pero no resaltaban de forma especial, salvo por estar en el mismo dedo. Eran sortijas muy sencillas.
Tenía las manos bien cuidadas. Las de Herbert tenían cicatrices y algunos callos viejos por culpa del uso excesivo que les había dado, cortando leña desde que tuvo edad para tomar un hacha.
Los pájaros cantaban ocultos en los árboles. El sol saldría pronto. Las personas colmarían las calles una vez más, iniciando la jornada con la algarabía que los caracterizaba.
– ¿Sabe qué hará con su recompensa? -preguntó César de pronto.
– Creo que sí. El mismo hombre me dio alguna que otra idea de cómo usarlo.
Fue cuando procedió a contarle lo que el Diablo le había dicho, también de la conversación que tuvo con sus padres sobre el tema y cómo reaccionaron, omitiendo siempre detalles para proteger el origen real de todo aquello.
El sol asomaba lentamente, esparciendo su luz sobre Cloverstone. Cuando la oscuridad de la madrugada había desaparecido; César se puso de pie e invitó a Herbert a desayunar al Blue Heaven.
– Debo estar allí pronto. François no sabe de mis paseos de insomnio, aunque tendré que hablarle de usted cuando lo vea sentado conmigo.
– No se preocupe, debo regresar a mi casa.
– ¡Vamos, hombre! Yo lo invito con gusto. Véalo como un agradecimiento por tan placentera conversación.
Herbert se encogió de hombros y César volvió a guardarse las manos en los bolsillos de su gabardina. Al final accedió a compartir una taza de café, viendo lo sucedido como el inicio de una buena amistad.
Al llegar al Blue Heaven; un muchacho en la recepción los saludó y los acompañó hasta la cafetería que tenían en la planta baja. Herbert nunca había puesto un pie en aquel edificio, no pensó que fuera tan refinado como se le mostraba ahora y se sintió fuera de lugar.
Cuando se acomodaron en la mesa, un mozo les acercó dos tazas de café sin que ellos lo pidieran. César dio las gracias y preguntó por la llegada de unos pastelillos.
– Todavía no llegan, pero no tardan, señor.
Habiendo dicho eso, se alejó. César dio el primer sorbo a su café e invitaba a Herbert a hacer lo mismo.
– Si quiere más, sólo debe pedirlo, pero deje un espacio para los pastelillos. Los trae una muchacha muy buena ¡una preciosidad! ya verá usted. De los confites ¡ni hablemos! ¡Una delicia!
– Suena a que le gusta. -dijo Herbert, dando pequeños sorbos a su café.
– ¿Los pastelillos?
– La muchacha.
– ¡Claro que me gusta! -exclamó César, sorprendido- A quién no le gusta sería la cuestión. ¡Es un encanto..!
Guardó silencio de pronto. Dejó la taza de café sobre la mesa y alzó el rostro. Agitaba el brazo en el aire, atrayendo algún aroma detectado en el ambiente directo a sus narices. Olfateaba el lugar sin disimulo y una sonrisa se dibujó en su rostro. «Ya viene» susurró con alegría mientras se limpiaba la comisura de los labios con una servilleta.
No pasó mucho para que un aroma dulce inundara la cafetería. Una alegre voz se oyó por todo el sitio. La muchacha de los pastelillos había llegado y saludaba a todos con amabilidad. El de la recepción la ayudó llevando la enorme canasta que traía consigo, repleta de bizcochos humeantes.
Después de hacer la entrega, se acercó a la mesa donde estaban. César se puso de pie y ofreció un lugar a la muchacha.
– Agradezco su cortesía, pero me temo que hoy no tengo tiempo para tomar un café. Con gusto los acompaño en otra ocasión, caballeros. Sólo vine a saludar antes de regresar por donde vine. Por cierto, ¿Dónde está su amigo François? ¿Sigue abrazando la almohada? -habló la muchacha, sonriendo de oreja a oreja.
– Es una lástima, pero la próxima será. -respondió César, de pie aún- Imagino que sí. Se tienen buenas almohadas en este hotel. Es como reposar la cabeza en una nube, se duerme muy a gusto.
Guiñó el ojo a Herbert, quien ni siquiera lo había visto. Toda su atención estaba puesta en la muchacha. No podía apartar la mirada. César tenía razón, era una preciosidad, con una belleza tal que bastaba para tenerlo en una especie de hipnosis, con las mejillas coloradas y calientes.
– ¿Se siente bien, señor? -preguntó ella reparando en el extraño semblante que tenía Herbert.
Sus palabras lo sacaron del trance. Sacudió la cabeza, se levantó y se disculpó por no haberse presentado antes. César observaba la escena, divertido por la reacción de su invitado y la inocencia de la muchacha.
– Soy Herbert Corbel.
– Olive Falcony, un gusto.
Le estrechó la mano y percibió un leve temblor viniendo de él.
– ¿De verdad se siente bien? – preguntó una vez más, algo preocupada.
– ¡Claro que sí! -respondió César en su lugar- Créame que se siente mejor que nunca.
– Como ya he dicho; estoy corta de tiempo, así que me retiro. Por cierto ¿hasta cuándo va a quedarse?
– Si todo sale bien, puede que me compre una casa. No me pasaré la vida tirando mi dinero en este hotel.
– Pues como ya le dije antes, si tranquilidad es lo que busca, llegó al lugar correcto. -sonrió- Debo marcharme. Dele mis saludos al señor François. ¡Un gusto, señor Corbel!
Herbert no pudo abrir la boca y se limitó a inclinar un poco la cabeza, como una reverencia. Cuando Olive se retiró, César estalló en carcajadas.
– Debe disculparme, pero es que nunca he visto a alguien siendo víctima del amor a primera vista.
Cuando acabó de reír, bebió de un tirón todo el café que tenía en la taza. Herbert, llevado por la pena, lo imitó, quemándose la lengua en consecuencia.
El mozo regresó con dos pastelillos y los colocó frente a ellos. César hundió el tenedor en el suyo y procedió a probarlo. Herbert lo agarró con la mano y le dio un mordisco. Su lengua quemada le causaba molestias, pero fue capaz de sentir el agradable sabor de la masa. En definitiva, era el mejor bizcocho que había probado.
Llevaban minutos en silencio, cada quien concentrado en disfrutar su porción bocado a bocado; hasta que César, habiendo terminado, dijo:
– Debería casarse con ella.
– Creí que le gustaba. -respondió Herbert, intentando disimular su pena.
– Me gusta, pero no estoy enamorado de ella. Olive Falcony es una mujer que está lista para amar sin rodeos y no se merece que la hagan esperar con falsas promesas.
Llamó al mozo para pedirle más café y éste llenó la taza de ambos con rapidez. Cuando se alejó lo suficiente, César prosiguió:
– Usted es auténtico, espontáneo. Ni siquiera finge modales que no tiene.
Lleno de vergüenza; quiso abandonar la mesa, pero César lo tomó por el brazo y lo hizo sentarse de nuevo.
– No se avergüence jamás de tener cualidades tan puras. Ya no se ve gente como usted en este mundo putrefacto, así que nunca sienta vergüenza de ser quien es. Y no se preocupe, que los modales se aprenden.
Sin quererlo había hecho un amigo y se sintió feliz. Herbert agradeció sus palabras, pero se mostró muy confundido con lo sucedido. De un momento a otro alguien intentaba comprometerlo con la muchacha más bonita que tenía Cloverstone.
César pensó de pronto que podría estar incomodando a su invitado y se disculpó.
– Sólo quería hacerle saber que tiene todo para ganarse el corazón de la señorita Falcony. La próxima vez que la vea, ármese de valor y llévela a tomar un café.
– Lo pensaré, pero me sorprende. Creí que no le gustaba el matrimonio.
– Veo que ha malinterpretado mis palabras. Que no quiera casarme aún no significa que odie el matrimonio. No será hoy ni mañana, pero me casaré algún día. No quiero envejecer en soledad.
Tras aclarar la cuestión, guardó silencio y quedó pensativo. Herbert observaba cómo frotaba los anillos en su dedo, mirando a un punto fijo en la mesa. Parecía no darse cuenta de lo que hacía, casi no parpadeaba.
– ¿Quieren más café?
El mozo se había acercado sin que ellos se percataran. La pregunta hizo que César retomara el sentido de la realidad y, con incomodidad, se guardó las manos en los bolsillos mientras rechazaba el ofrecimiento.
El hombre recogió las tazas, los platos vacíos y se fue. Los huéspedes del hotel comenzaban a llenar las mesas, tendría mucho que hacer en breve.
César recordó la conversación que había tenido con Herbert y preguntó de pronto:
– Decía usted que le encomendaron hacerse con la vieja panadería ¿o me equivoco?
– Exacto. A mi padre no le gusta la idea, pero fue lo que me dijo el hombre. Para serle sincero, no sé qué hacer.
– Yo le aconsejaría que hiciera caso a su padre. Debería desechar esa idea. Además, ya no puede comprarla.
– ¿Pero por qué lo dice así?
La seriedad con la que se lo dijo lo tomó desprevenido. No sabía por qué, pero esperaba que le aconsejara sobre cómo hacer una propuesta o alguna otra cosa para convencer a las autoridades que estaban vendiendo el establecimiento.
César, viendo el rostro perplejo de su nuevo amigo, respondió:
– Porque compré la propiedad de los Mendell ayer. Soy el nuevo dueño.