El Prófugo y la Cabra

Carlos, o Caló como lo conocían en casa, huyó de la cárcel. Aún no sabía cómo lo había logrado, sólo que ya no se encontraba encerrado, que corría por el campo y que mientras siguiera así, nadie lo volvería a violar ni tampoco lo obligarían a hacérselo a otros presos.

Haberle disparado al hijo del Coronel Ramírez durante una noche de tragos le valió una condena de 30 años de cárcel, de los cuales había cumplido tres meses. Y ahora, sin la menor idea de cómo lo había conseguido, corría velozmente entre los yuyos de aquel campo del que nadie se hacía cargo.

Caló estaba agotado. El campo era muy grande y parecía no tener fin. La cárcel quedaba muy lejos de donde se hallaba ahora. Era probable que ya hubieran salido un montón de policías en su búsqueda.

Ya no daba más. Tenía mucha sed y sus piernas temblaban. Estaba a punto de darse por vencido hasta que, a varios metros de donde se encontraba, vio muchas casas, unas al lado de otras. Sin duda, en alguna recibiría un vaso de agua y un plato de comida para recuperar energías y continuar con su huida.

Corrió y tropezó varias veces, se rasguñó con las ramas espinosas que se prendían a sus pantalones sucios y llegó hasta aquello que a lo lejos era mejor que un oasis.

Se llevó una gran decepción. Las casas eran pequeñas y aquello no era un barrio populoso.

Era un viejo cementerio.

Lo único vivo que alcanzó a ver fue a una cabra mordisqueando las hojas de guayaba que alcanzaba del árbol al cual estaba atada.

Caló intentó trepar el oxidado portón, que con cada movimiento suyo, torpe y desesperado, chirriaba. Si hubiera sido de noche, ya estaría con el corazón quieto y el cuerpo frío de terror.

Apenas se encontró dentro, lo recibió un perro enorme, gris, enseñando los dientes, ladrando como el animal más feroz que pudiera existir, amenazándolo con despedazarlo a mordidas. Caló palideció y se orinó encima. La orina se deslizaba tibia en sus piernas y los vellos que cubrían su cuerpo se erizaron.

Una voz masculina, gritó desde detrás de uno de los panteones: ¡Silvestreeeeee! y, apenas lo oyó el perro, éste se echó al suelo seco, esperando a que apareciera su amo.

Un cincuentón llegó hasta él, lo saludó y se presentó:

– Me llamo Gregorio, soy el guardia de este cementerio. ¿Acabas de huir de la cárcel?

– ¿Cómo? – preguntó a su vez Caló, sorprendido- ¿Cómo sabe que soy prófugo?

– El pueblo está muy lejos de aquí. Este cementerio recibe muertos y deudores de la justicia que han logrado huir de prisión.

– ¿Ayudas a los que huyen de la cárcel?

– Sólo a los que me ayudan a mí. A los que no me sirven, los entrego a la ley. Nadie lo ha conseguido. ¿Podrás ayudarme?

– ¿Qué necesitas?

Gregorio señaló a la cabra atada al árbol de guayaba.

– La carne de cabra está algo costosa en el mercado del pueblo. Quiero que la mates.

Caló observó al cincuentón y al perro. Luego a la cabra y quedó confundido. No se animó a preguntar algo sobre el peculiar pedido.

– ¡Eso será fácil! -dijo. Ya había matado a un hombre estando ebrio, una cabra no sería nada.

– Todos dijeron eso y mira, la cabra ya cumplió siete años y los que han fracasado regresaron a prisión. -rió el cincuentón- Tienes cuatro horas para conseguirlo.

– ¿Qué gano yo si mato a la cabra?

– Quedarás como el sepulturero de este cementerio, tendrás un techo y un plato de comida y, lo mejor de todo, no te entregaré a la policía. Aunque, podrías ir al pueblo si quieres una vez lo consigas. Será tu decisión.

Gregorio le extendió un cuchillo grande y filoso.

– Ni se te ocurra matarme. Tengo una pistola en la cintura y muy buena puntería. Iré al pueblo por algunas cosas y te encargarás de la cabra. Silvestre hará guardia en mi ausencia.

Dicho eso; el cincuentón dejó el cementerio y se encaminó al pueblo.

Caló quedó con el perro, que lo observaba con cara de pocos amigos.

Se acercó a la cabra con el cuchillo en mano y Silvestre comenzó a ladrar de nuevo. Cualquier movimiento lo alarmaba y ladraba con fuerza. Caló empezó a odiarlo.
La cabra, al ver a Caló con el cuchillo, caminando hacia ella, lamentaba su suerte. Se echó a balar. Entre sus balidos Caló creyó oír algunas palabras comprensibles, pero la que lo hizo sobrecogerse fue ¡piedaaaaad!

Caló la vio moverse de un lado a otro, llorando, pidiendo piedad y en su corazón la compasión fue creciendo.

«Si no lo hago, me entregará a la justicia. Me violarán peor que antes» pensaba Caló. No regresaría jamás a ese lugar, aunque tuviese que matar a la cabra y al perro que se volvía más odioso a cada segundo.

El perro… ¡Eso lo arreglaría todo!

Caló se abalanzó sobre él. Silvestre comenzó a retorcerse, aullaba, forcejeaba en vano intentando liberarse del abrazo mortal del prófugo.

Le abrió la garganta con el cuchillo, un tajo bastó para que la sangre saliera a borbotones y Silvestre dejara de luchar. Lamentó el hecho muy tarde, pero no pensaba con claridad y también estaba hambriento.

Como si se tratara de un carnicero de profesión; despellejó a Silvestre y lo preparó para asarlo. Fue hasta la casucha de Gregorio, que era similar a un panteón, pero más descuidado y con las puertas abiertas y sacó una olla con agua para lavar la carne y algo de sal para darle sabor. Prendió fuego y atravesó cada parte de lo que antes era un perro con algunas ramas de guayaba que cortó con un machete que sacó de la casa. Silvestre estaría listo en unos minutos, pero su amo no lo sabría.

Todo estaba listo, pero la cabra seguía allí. Fue con el cuchillo y le arrancó unos cuantos mechones de su pelambre endurecida y las esparció donde había rastros de sangre, para despistar a Gregorio cuando regresara y, acción seguida, juntó la piel y los restos que hacían obvio el asesinato de Silvestre.

Se llevó a la cabra al campo, la dejó libre y ésta brincaba de alegría. Cuando se estaba alejando; la cabra dio vuelta, le lanzó una mirada cómplice a Caló y desapareció entre la maleza.

– Corre cabrita, prefiero que mueras en otras circunstancias y no por mi mano. Además, me hice asesino sin querer. Maté al hijo del Coronel porque era un pedante y yo estaba ebrio. Si lo hubieras conocido en una ronda de tragos, también lo hubieras matado. -decía Caló, agachado, cavando con el cuchillo la tierra seca, sepultando las pruebas de su crimen.

Estando en esa posición, el hedor de su propia orina impregnada en sus pantalones le golpeó la nariz, obligándolo a tomar prestado un par limpio del guardia. Se lo explicaría cuando llegara el momento.

Gregorio llegó cuando el sol estaba ocultándose y el olor a carne asada le abrió el apetito. Le extrañó que Silvestre no lo hubiera recibido, pero no le dio importancia. Se sorprendió al ver que la cabra no estaba y que había carne asándose al fuego.

– ¿Fuiste capaz de matar a la cabra? -preguntó.

– No fue fácil, pero lo conseguí. -mintió, mientras preparaba la mesa descolorida y vieja poniéndole un mantel de encaje blanco.

– ¡Quita eso de ahí! -exclamó, escandalizado- Haces que mi mesa parezca uno de los altares dentro de los panteones.

Caló obedeció. Sacó el mantel y se limitó a poner los platos.

– Eres despiadado. Mataste a la cabra a pesar de que pidió piedad.

– ¿Así que sabías que era capaz de decir eso? Asesiné a un hombre, una cabra no sería la excepción. Si te sirve de consuelo, lloré cuando le corté la garganta.

– ¡Eso no es nada! Las ovejas derraman lágrimas cuando las quieren matar. Es algo que te encoge el corazón si lo piensas.

– No lo puedo negar, en verdad lloré cuando lo hice.

– ¿Cuando mataste al hombre?

– ¡No! Cuando maté a la cabra. Estaba ebrio cuando maté al hijo del Coronel, no pensé en nada, sólo lo hice. No soporté su pedantería. El alcohol, la impaciencia y las armas no son buena combinación.

Caló retiró parte del asado del fuego. Ambos lo saborearon. Sabía que se comía una porción de lo que fue un perro, pero no estaba en posición de hacerle ascos a lo que tenía en frente. Ese perro era un plato refinado en comparación a la porquería que comía en la cárcel.

– ¿Dónde está Silvestre?

– Se llevó las entrañas de la cabra al campo hace rato. Ha de estar dándose un festín.

– Me preocupa que no haya regresado.

– Regresará, y si no lo hace, lo buscas mañana temprano.

Gregorio se llevó a la boca un pedazo de carne cuyo sabor le pareció extraño.

– La carne sabe rara. También está algo dura. -se quejó.

– Dijiste que la cabra tenía siete años, estaba algo vieja. Nadie deja vivir a ese tipo de animales durante tanto tiempo.

El guardia dejó de hablar y continuó comiendo. Cuando terminó, destapó unas botellitas de cerveza que había traído del pueblo. La bebieron con gusto a pesar de estar algo tibia hasta que ambos se quedaron dormidos.

A la mañana siguiente; Gregorio preguntó a Caló si se quedaría con él como el nuevo sepulturero.

– No, iré al pueblo. Tengo amigos allí que podrán ayudarme, al menos eso espero. De no ser así, que pase conmigo lo que tenga que pasar.

Caló se despidió, agradeció a Gregorio por no haberlo entregado y por compartir con él su humilde casa. También se disculpó por haber tomado sus pantalones sin el permiso correspondiente y, en su interior, por lo que había hecho.

Silvestre no regresó, no iba a regresar jamás, pero sólo Caló lo sabía.
Escrito por Sonia Rojas.

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