Laguna Mental 

Luisa no entendía por qué la casa de Doña Casilda se encontraba en total quietud a esas alturas.

El cumpleaños de su padre había llegado y no la había oído aplaudir frente al portón como acostumbraba cada año. Bien temprano por la mañana, con su camisón floreado y su cabello hecho un ovillo detrás de la cabeza, atado con un cordel casi tan viejo como ella.

Doña Casilda; la única vecina en todo el barrio quien montaba el pesebre para despedir el año, no como los demás que lo armaban para dar la bienvenida a la Navidad.

La única que vendía petardos todo el año a precios bajos para asegurarse la mayor cantidad de clientes.

La única que se ofrecía a preparar la sopa en el tatakua de su casa cada vez que el padre de Luisa cumplía años.

La única que siempre despertaba a la familia entera en esas fechas; chocando las palmas con mucha fuerza y precisión a pesar de tener Parkinson.

Doña Casilda era la madrina de bautismo del cumpleañero. Su segunda madre como decía con frecuencia, la segunda abuela paterna como se refería a ella Luisa.

¿Qué pasó con ella? ¿Por qué no la había despertado con sus fuertes palmadas? Luisa no lo sabía. Recordó repentinamente que no la veía desde el mes pasado y aquello la extrañó más de la cuenta.

¿Cómo prepararían la ensalada de frutas sin el balde de diez litros que Doña Casilda prestaba a la madre de Luisa? Era el postre predilecto de la familia después del banquete de cumpleaños y no existía un recipiente mejor para guardarlo que el balde de diez litros de Doña Casilda, el de color rojo, porque el azul lo utilizaba ella para lavar su escasa ropa cada mañana, bajo la sombra del mango en su patio trasero, fregando con fuerza, con sus arrugadas y manchadas manos metidas dentro del balde azul repleto de agua jabonosa.

Luisa pensó en que su madre probablemente sabría qué ocurrió con Doña Casilda, por qué ya no aparecía por el barrio, a dónde habría ido, por lo que salió corriendo del dormitorio y se dirigió a la cocina con intenciones de preguntarle directamente.

Pero se detuvo en seco al pasar por el comedor, donde olfateó en el aire el aroma de las rosas blancas que había en un florero de arcilla sobre la mesa. El olor le revolvió los recuerdos a tal punto que no fue necesario interrogar a su madre.

Luisa recordó la última vez que vio a Doña Casilda: saliendo de su casa una tarde, acompañada por una caravana de luto, protegida del sol, dentro de un ataúd.