Herbert y los obsequios del Diablo XI

XI

Cuando llegó a casa, sintió un gran alivio al ver que ni su madre ni su padre habían despertado. Vio el reloj de la cocina. Eran las 7:30 de la mañana. «Vendrán a desayunar en cualquier momento» pensó y se sacó los zapatos para llegar con sigilo hasta su dormitorio.

César Acroe, su nuevo amigo, le había hecho una propuesta interesante: ver otros establecimientos disponibles en Cloverstone. Herbert no tenía idea de la cantidad de espacios que se hallaban a la venta, pero César, recién llegado como era, ya los conocía todos.

Con alegría pensaba en que, a pesar del inconveniente de no poder ser dueño de la vieja panadería como le había sugerido Luzbel; él podría tener una de igual modo. Además, le gustaba pensar en la posibilidad de trabajar codo a codo con Olive.

«Ella no pasará toda su vida recorriendo la ciudad con una canasta pesada a cuestas» le había dicho César y sugirió que, una vez Herbert tuviera el lugar confirmado para la panadería, hiciera una oferta a Olive para que elaborara sus deliciosos pasteles allí y los pusieran a la venta juntos.

Era un hombre inteligente y astuto, sin duda. Había elaborado un plan de negocios para él y Olive en un abrir y cerrar de ojos, desconociendo incluso las capacidades de los involucrados; al menos la de Herbert.

Apenas abrió la puerta de su dormitorio; oyó a su padre dirigíendose a la cocina. Cerró la puerta con mucho cuidado y llegó hasta su cama. Se agachó para ver lo que había debajo y sintió cómo el corazón se le estrujaba en el pecho.

La vasija, obsequio del mismísimo Diablo, no estaba.

Su rostro adquirió la palidez de un cadáver y su cuerpo entero comenzó a temblar.

– Nadie debía tocarla… -susurró, muy asustado.

El canto de un gallo se oyó de repente. Aquel enérgico canto lo sacó de su angustia. Su rostro experimentó un cambio veloz y retomó su color sonrosado habitual.

– ¡Si seré tonto! – se dijo, dándose palmadas en la cabeza.

Recordó que no era la primera vez que le ocurría y soltó una carcajada. Hacía un tiempo que había escondido la vasija en otro lugar, fuera de la casa.

Más relajado; decidió que iría a echarle un vistazo más tarde, solo para comprobar una vez más que todo era real, que tanto oro no era un sueño.

Sabía que no podría dormir y salió de su habitación, como si no hubiera pasado la madrugada fuera de casa. Llevando una toalla al cuello se metió al baño. Durante un buen rato dejó la cabeza metida bajo el grifo, pensando en que el agua fría lo ayudaría a mantenerse despierto.

Cuando salió; se cruzó con su madre, quien le dio los buenos días y le pidió que fuera a buscar leña más tarde.

– ¡Nada de eso, Eloise! -exclamó su padre- Herbert debe concentrarse en cómo proceder para hacerse con la vieja panadería. Iré a buscar la leña después del desayuno.

– No se preocupen por eso. Me haré cargo en otra ocasión.

– ¿No vas a desayunar? – preguntó su madre, viendo que Herbert se disponía a salir por la puerta de la cocina.

– No tengo hambre.

Cuando Herbert abandonó la cocina; Eloise se dirigió a su esposo:

– ¿Notaste que nuestro hijo actúa más extraño de lo normal?

– Aún es temprano para que salgas con esas cosas…

– ¡Nada de eso, John! ¡No son invenciones mías! A Herbert le pasa algo.

– Déjalo ser, Eloise. Si algo le sucede, ya hablará con nosotros en su momento.

– Me preocupa mucho. No ha vuelto a ser el mismo desde la muerte del muchacho de los Garamond.

– No podemos culparlo. No pudimos darle un hermano o hermana y Frederick fue lo más parecido que pudo tener. Era un buen muchacho.

Mientras sus padres conversaban en la cocina; Herbert se hallaba en el depósito de leña. Desde allí era posible ver el viejo tronco con sus raíces muertas aferrándose a la tierra, con las abejas volando cerca, protegiendo algo más que su colmena.

Sintió ganas de revisar el escondite, pero decidió que era mejor apresurarse e ir al bosque por la leña que faltaba. Sacó la lona húmeda que cubría un carro improvisado que había fabricado cuando tenía quince años. Era muy incómodo cargar grandes pedazos de madera todo el camino a casa. Aquel carro les facilitó el trabajo y lo seguiría haciendo hasta que ya no sirviera.

Tomó el hacha. Pasó un dedo suavemente sobre el filo y, después de comprobar que todavía servía, lo puso en el carro de madera y se encaminó al bosque.

A mitad del trayecto; oyó un gruñido. Se trataba de un oso. No supo precisar la distancia que los separaba, pero no estaba muy lejos. Herbert permaneció quieto, recordando lo peligrosos que podían ser los osos, en especial las hembras cuando tenían crías que cuidar. Decidió tomar un camino distinto y se puso en marcha. Los gruñidos del oso iban quedando atrás hasta que solo pudo escuchar al viento agitando las ramas.

Pronto; se halló frente a una encina de gran tamaño que yacía en el suelo, partida a la mitad. Por el color y la flacidez de las hojas se dijo que la caída había sido reciente y, tras observarla mejor, notó que había sido carcomida por termitas.

Herbert se rascó la cabeza, contrariado. Necesitaba leña, pero no a las termitas. Si llevaba un solo pedazo con algunas en ella, todo el trabajo sería en vano, incluso su casa podría verse amenazada.

Aún pensaba en el oso que había dejado atrás, gruñendo ferozmente. Podría encontrarse con otro más adelante y eso representaba un peligro enorme, a pesar de su inmortalidad.

– Ahora que lo pienso, puede que Luzbel me llevara al mundo de los sueños no solo para hablar de la vasija. Quizás quería contarme más cosas sobre la inmortalidad que me otorgó. -dijo para sí, moviendo el pie con incomodidad, reviviendo en su mente el instante en que se lastimó en ese campo de tréboles, en pleno sueño.

Recordó también que, cuando se lo había pedido aquel invierno, Luzbel quería decirle algo, pero él no lo dejó hablar. Por primera vez desde que el Diablo le marcó la frente con su sangre; Herbert se preguntó si desear la inmortalidad había sido lo más acertado.

«Sin arrepentimientos vanos» pensó, tomando el hacha del carro, acercándose a la encina. No tendría tanta suerte de hallar mejor madera para leña ese día.

Observó el árbol con atención; «tal vez exista algo que pueda salvar» pensó y comenzó a dar golpecitos a ciertas áreas del tronco.

Dejaría las partes huecas con termitas y se llevaría las que servirían para la lumbre. Con alegría vio que pudo rescatar mucho de la encina. Cansado y sudoroso se dejó caer en la hojarasca. Sacó un viejo pañuelo del bolsillo de su pantalón y se enjugó la frente. Vio con pena lo descolorido que estaba y se dijo que, apenas pudiera, se compraría otros. Lo regresó a su bolsillo y se puso de pie. Debía regresar a su casa y la leña no se acomodaría sola en el carro.

Colocó cada pedazo de madera con mucho cuidado y, apenas terminó, se puso en marcha. Decidió tomar otro camino teniendo en cuenta el peso del carro y se dijo que era mejor ir por el que, años atrás, había usado con su padre para transportar piedras. Le tomaría más tiempo llegar a casa, pero era una ruta más segura.

Se detuvo a mitad del trayecto. El sudor empapaba su rostro y se le escurría por la frente de forma muy molesta. Secó el sudor con las mangas de su camisa y, preocupado, recordó al oso de nuevo. Pensándolo bien, el sonido desgarrador pudo venir de no muy lejos de donde se hallaba ahora. Aguzando el oído pudo escuchar al viento entre las hojas y el canto de los pájaros, pero nada que lo hiciera pensar en la presencia de un enorme oso.

Más tranquilo, retomó el paso, aunque no por mucho tiempo. Desafortunadamente, las ruedas quedaron atascadas en un trozo del camino convertido en un verdadero lodazal.

– ¡Esto no estaba aquí antes! -exclamó con frustración, pensando en que debía descargar el carro para poder moverlo.

No tenía interés en repetir el esfuerzo de llenar el carro y lo dejó allí. Se salió del camino y se metió entre los arbustos. Necesitaba una rama con suficiente resistencia y largor para usarla como palanca y las que tenía en el montón eran muy cortas.

En su búsqueda no halló ninguna rama que le fuera útil, pero sí se encontró con una escena peculiar. A varios metros frente a él; se veía la silueta de un hombre acariciando el lomo de algo enorme. Se acercó lo suficiente y en silencio hasta que pudo distinguir que aquello que acariciaba el hombre era un oso.

El animal estaba muerto. Herbert se dijo que era probable que fuera el que gruñía ferozmente hace unas horas y observó, sorprendido, el aspecto de aquel hombre.

Vestía de una forma extrañamente elegante para ser un cazador. Tampoco parecía traer un arma consigo. En definitiva; el hombre no era un cazador, pero ¿cómo pudo matar a semejante animal sin siquiera un cuchillo?

De repente; el hombre alzó la vista y lo vio. Sin despegar los ojos de él, sacó un guante del bolsillo de su abrigo y se la puso en la mano derecha. Se levantó y paseó la mirada, hasta que dirigió sus ojos hacia donde Herbert había dejado el carro. Se sacudió las hojas que se habían pegado a sus ropas y empezó a caminar a pasos lentos, en su dirección.

Herbert, sobresaltado, lo veía acercarse despacio. Con cada paso que el hombre daba, su corazón latía con violencia. Quería huir de allí, mas no podía moverse. Las piernas se le habían paralizado apenas el hombre posó la vista en su persona.

Por su parte, el hombre se detuvo. Parecía sorprendido. Sacó de su bolsillo un reloj plateado, muy brillante, y lo observó. Luego de comprobar que, al parecer aún le quedaba algo de tiempo, retomó la caminata hasta que colocarse frente a Herbert.

– ¿Es tuyo? -preguntó el hombre, ladeando la cabeza en dirección al carro.

Herbert no respondió. Tenerlo tan cerca causaba más impresión que cuando lo espiaba. Por su rostro joven y pálido se dijo que, probablemente, tenía la misma edad que él, aunque era más alto. Sus cabellos eran negros y lisos, su largor sobrepasaba un poco la nuca. Pensaba en que nunca había visto cabellos tan negros como los que tenía aquel hombre.

Pero lo que más lo impresionaba eran sus ojos. Tenía las pupilas violetas y con un extraño brillo. El negro era su color favorito, sin duda. Toda su vestimenta era de ese color, hasta la especie de capa que lo cubría.

Nervioso; Herbert pensó en Luzbel. Ese traje hacía que volviera a su memoria con claridad, casi como si lo tuviera enfrente. Sabía que el Diablo no estaba solo, se lo había dicho cuando lo metió a su casa, ignorante de su condición, pero aquel hombre no podía ser familiar suyo. Luzbel había mencionado que en su familia tenían los pies desnudos, al menos así lo entendió, pero la persona frente a él los tenía cubiertos.

No sabía de qué tipo de calzados se trataban, pero parecían calcetas tejidas a mano, con hilos tan finos y brillantes que Herbert hasta podría jurar que no eran hilos, sino cabellos. A su vez, notó que los guantes eran del mismo material que las calcetas y se preguntó ¿qué hacía en el bosque luciendo así?

– ¡Oye, muchacho! -dijo el hombre, alzando la voz y aplaudiendo con fuerza, intentando llamar su atención- ¿Aquel carro es tuyo?

Aquello sacó a Herbert de su estupor, quien, avergonzado, se limitó a asentir con la cabeza.

El hombre echó a andar hacia el carro. Cuando Herbert lo perdió de vista, se puso a correr tras él. Lo halló, agachado, viendo las ruedas hundidas en el barro.

– Veo que necesitas ayuda. -dijo, poniéndose de pie.

Se sacó la capa y lo puso sobre el montón de leña. Herbert vio mejor el traje y notó que, no solo era elegante, sino una pieza hermosa y bien hecha. El hombre se disponía a levantar la parte delantera y Herbert, viendo su palidez y creyéndolo enfermo, se apresuró a decir:

– Creo que será mejor descargarlo y moverlo cuando esté vacío.

– Te saliste del camino teniendo esa posibilidad y no lo hiciste. No te preocupes por mí, puedo hacerlo. Que no te engañe mi palidez.

Fue entonces que lo vio, estupefacto, levantando la parte pesada del carro con todos los leños y lo retiraba del barro, sin ningún esfuerzo, como una caja de hortalizas.

Ya en un mejor lugar del camino, echó a andar, tirando de el ante la mirada atónita de Herbert, quien no se animó a decirle que ya no necesitaba de su ayuda y sólo se limitó a seguirlo.

Caminaron largo rato en absoluto silencio. Herbert no podía apartar los ojos de su extraño acompañante. A lo lejos se escuchaba el aullido de un lobo, pero ninguno de los dos le prestó atención.

El hombre giró la cabeza levemente en su dirección.

– ¿Qué quieres saber? – preguntó de repente.

Tomado por sorpresa, no se le ocurrió nada mejor que preguntar por el oso.

– Una criatura majestuosa, sin duda. -comenzó a decir- Pero hasta las mejores creaciones de Dios deben mirar a la muerte directo a los ojos alguna vez.

– ¿Cómo lo mató? Debió ser complicado.

– ¡Oh no! Yo no lo maté. Fue a buscar larvas al lugar equivocado y lo mordió una serpiente. Lo encontré dolorido, agonizando y lo acompañé hasta que llegó su hora. Hice lo mío y, ahora, la naturaleza hará lo suyo.

El hombre no detenía la marcha ni para recobrar energías. Al parecer, tampoco le hacía falta. Sin embargo Herbert, sintiéndose un holgazán, apoyó las manos en el carro y comenzó a empujarlo, a sabiendas de que su acompañante no necesitaba ninguna ayuda.

Aquello no molestó al hombre. Siguió caminando con la vista al frente, hasta que, en determinado momento, sacó de nuevo el reloj de bolsillo y le echó un vistazo.

– Es un hermoso reloj. -comentó Herbert con curiosidad.

– Fue un regalo. Lo tengo hace más tiempo del que puedo recordar.

Herbert aguardó ansioso a que el hombre le pusiera el reloj en las manos para que pudiera verlo mejor, pero no sucedió. Apenado, vio cómo lo regresaba a su bolsillo con cuidado.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó Herbert, dejando de lado el asunto del reloj.

– Muchos más que tú, sin duda.

– ¿De verdad?

– Por supuesto. No tengo esa necesidad.

– ¿Necesidad de qué?

– De mentir sobre mi edad.

Tras aquello, el hombre se detuvo y lo vio de frente.

– No me recuerdas, ¿verdad? -preguntó, clavando sus pupilas brillantes en los ojos de Herbert.

Hubiera querido decirle que no, pero apenas hubo escuchado la pregunta, se sintió raro. Cayó en cuenta de que su compañía no le era tan ajena, no supo precisar la razón.

– No… creo, pero ¿por qué nos detuvimos?

Le extrañó que al fin se detuviera a descansar hasta que, a pocos metros, distinguió la parte trasera de su casa. Estaba tan concentrado en observar a su acompañante que no se había dado cuenta.

– ¿Por qué no me acompañas a casa? De no ser por tu ayuda, hubiera tardado más de lo habitual. Mi madre hizo panes deliciosos ayer, todavía están blandos. Prepararé café para acompañarlos…

Guardó silencio tras notar la expresión facial del hombre. Parecía algo pasmado, hasta podría decirse que incómodo y Herbert no entendía por qué. «¡Tonto! Se te olvidó presentarte ¡Otra vez!» pensó de pronto y, disculpándose, le dijo su nombre.

– Me llamo Herbert. Herbert Corbel.

Extendió el brazo con la intención de intercambiar un apretón de manos. El hombre, sin embargo; dudó un poco antes de responder. Se miró la mano enguantada y, después de reflexionarlo mejor, se la estrechó. Herbert sintió la frialdad de aquella mano a pesar de estar protegida por un guante y recordó, de pronto, la última vez que vio a Frederick, cuando se despidió de él en su funeral, tomándole la mano por última vez.

– Muy amable de tu parte invitarme a pasar a tu casa, pero debo irme. Tal vez se pueda en otra ocasión.

– ¡Qué lástima! -respondió Herbert, espabilándose de aquel recuerdo- Pero te agradezco por haberme ayudado.

Herbert estuvo a punto de acercarle la capa que había dejado sobre los leños, pero el hombre se apresuró y lo tomó antes, como si no quisiera que él lo tocara. Mientra volvía a cubrir sus ropas con ella, Herbert recordó que el hombre no le había dicho su nombre y se lo preguntó.

– No necesitas saberlo, pero no te preocupes. Nos volveremos a ver cuando sea propicio. Entonces yo seré quien te invite un café.

Lo vio alejarse a paso lento. Un escalofrío recorrió su espalda cuando parpadeó y, al abrir los ojos de nuevo, el hombre había desaparecido, sin dejar rastro.

***

– Es un hecho: hice bien en dejar la estación de trenes. Podremos vivir de esto sin problemas. ¡Los vendiste todos!

Olive llegó a la casa con la canasta vacía y una sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro. La dejó sobre la mesa y tomó asiento en el sofá, muy cansada.

– ¿Cómo están tus nuevos amigos? ¿Compraron algunos pasteles?

– Ambos están bien, aunque no pude ver a Francois. Imagino que seguía durmiendo, pero César estuvo desde temprano en la cafetería del Blue Heaven. Se comió unos pasteles y reservó algunos para Francois, de los que entregué al hotel.

– ¿Cómo sabes que Francois está bien si no lo viste?

– Si estuviera mal; César me lo diría… Por cierto, conocí a alguien más hoy. Un nuevo amigo de César al parecer. Se llama Herbert, un muchacho medio raro, pero se me hizo buena persona… pero ¿Qué haces, mamá? ¿Estás rezando?

– ¡Muchísimas gracias, Dios! ¡Me acabas de hacer tan feliz!

Cherry dejó de lavar las ollas que habían utilizado antes para preparar los pasteles y juntó las manos. Sonreía alegremente mientras alzaba la vista al cielo; un cielo que no podía ver por culpa del techo, pero que sabía que estaba allí afuera de igual modo.