Más allá del Jardín



Oculta entre las ramas; observa, siente, olfatea. Se sabe parte del Jardín porque el Creador se lo dijo, pero no comprende lo que es ni para qué existe. Tampoco se lo cuestiona.


Observa, siente, olfatea. Su lengua bífida saborea el aire y descubre que no está sola. Sus extremidades comienzan a moverse, pequeñas y fuertes. Cambia de sitio. Sus ojillos captan siluetas, criaturas vivientes que no conoce, de diferentes formas y tamaños, trasladándose de un lugar a otro, conviviendo en perfecta armonía.


Baja a tierra. Su vientre experimenta la textura de la arena y los guijarros con cada movimiento. Sube a una roca, pero regresa al suelo tan rápido como detecta sombras volando sobre su lomo largo y brillante.


No es como las demás criaturas. Una especie de instinto primitivo la mantiene alerta sobre peligros que aún no existen. Avanza en busca de refugio y reconoce a medias una silueta en el camino. Es una criatura diferente. Está sola y semeja al Creador.


La observa desde la quietud. Su instinto le dice que si no se mueve no la verá.


La criatura solitaria se acerca cuidadosamente, con un palo en la mano. Ella sigue inmóvil, con la esperanza de pasar inadvertida, pero la vara la roza y se asusta. Alcanza a sisear antes de perderse entre los arbustos, dejando atrás a la criatura que, sobresaltada, ha soltado el palo.


— ¡Sss! —dice la criatura, imitándola— ¡Serpiente serás!


Ella no le presta atención y sigue reptando en busca de seguridad.


Necesita calentarse, pero teme a las sombras voladoras. El Creador la ayuda, señalando la hojarasca con un rayo de sol. El camuflaje de su piel la vuelve invisible entre las hojas secas, siendo pionera en el arte de ocultarse a plena vista. Apenas termina de almacenar el calor, vuelve a trepar un árbol, agradeciendo en silencio el favor.


Desde allí, ve a la criatura solitaria por segunda vez. Avanza despacio hacia los demás seres vivientes. Los toca con el palo y, a veces, con las manos. Ellos no huyen ni se defienden. La criatura habla, los señala. Ninguno entiende. Lo dejan estar hasta que termina y sigue su camino.


Al caer la noche, ve con extraña precisión a los individuos con quienes comparte espacio. El calor de sus cuerpos resalta en la oscuridad. Algunos permanecen quietos en el sueño, otros comienzan a moverse. Ella se desplaza con destreza, sin hacer ruido, y llega hasta donde yace la criatura solitaria.


El Creador está a su lado, lo observa. Tiene el sueño pesado, con una profundidad tal que no siente su presencia ni la mano que atraviesa su pecho.


Le arranca una costilla, repara el daño y vuelve a ser uno con el Jardín.


Ella se acerca con más confianza. Repta sobre las piernas desnudas de la criatura que sigue durmiendo. Llega hasta su pecho y siente las palpitaciones acompasadas bajo su cuerpo.


— Es un humano —susurra el Creador—. Un hombre. Su nombre es Adán.


Humano. Hombre. Adán. Ella capta el mensaje y sube hasta su cuello. Saca la lengua, saborea el aire sobre su piel. Siente su calor y regresa a la tierra con rapidez. El hombre advierte su tacto en sueños. Se revuelca sin abrir los ojos, se sacude y vuelve a la quietud, pero ella ya no está cerca para verlo.

Al amanecer, el Jardín se alborota. El hombre deja de ser único en su especie. Lo acompaña alguien diferente y semejante a él, todo al mismo tiempo. La serpiente observa, escondida entre las ramas, confiando en su invisibilidad natural. Sin embargo; la nueva habitante del Paraíso consigue verla. Mira fijamente a su alrededor, sin parpadear, mientras Adán la toca, la huele y descubre.


— ¡Eva! —exclama con alegría—. Cuan maravilloso es el amor que, siendo nuestro primer encuentro, eres ya lo más preciado en mi corazón.


Eva sonríe y lo abraza, dejando de lado a la criatura alargada que baja de las ramas.

La serpiente va al riachuelo a beber. Observa un majestuoso árbol del otro lado, cuyos escasos frutos aún no maduran. Tantea el terreno con la cabeza y, más segura, se zambulle por completo. Descubre que es capaz de movilizarse tan bien como las criaturas que viven en esas aguas tranquilas.

Ya en tierra, trepa el árbol y oye la voz del Creador.


— Los frutos de este árbol son prohibidos. Aún no han tomado el color necesario para hacerlos aptos.


— ¿Crees que eso evitará que los humanos los consuman? —pregunta alguien de repente.


Es la primera vez que escucha esa voz, alegre y seductora, pero la presencia que emite le resulta familiar. Es imponente y similar a la del Creador, quien parece conocerlo.


— Comerán del fruto, Hermano. Es un hecho —responde con tranquilidad—. No existe mejor detonante para el cambio que la desobediencia misma.


— ¿Valdrá el esfuerzo?


— Valdrá cada grano de arena, ya verás.


Guardan silencio y, entonces, la atmósfera cambia. El Jardín entero se agita y rumores extraños surgen en todas direcciones. La serpiente ve aparecer a los humanos del otro lado del riachuelo. Siente que debe alejarse, pero la humana, aguda de vista, capta su figura entre las hojas. Se acerca e intenta alcanzarla con la mano, pero ella reacciona. Salta de la rama y huye tan rápido como sus patas diminutas se lo permiten.

Al anochecer, se siente extraña. Parte de su piel ha comenzado a desprenderse. No hay dolor, solo cansancio. Sus extremidades se han debilitado tanto que apenas puede moverlas. Sin embargo; hace un esfuerzo cada mañana y avanza en busca de agua y calor.

Lleva días acostumbrándose a los cambios en su cuerpo. Falta poco para que su piel se renueve por completo. Sus extremidades ya no se mueven, pero su espíritu es fuerte. No se rinde. Se arrastra y sobrevive.


Llega al riachuelo, bebe y cruza hasta el árbol. Lo trepa con una habilidad sorprendente a pesar de su condición. De igual manera, el cansancio le cae encima con todo su peso y se duerme a la luz del sol.

Se despierta por las vibraciones que percibe. No es el viento quien mueve las ramas, sino la humana. Víctima de la curiosidad y la prudencia al mismo tiempo, se acerca, manteniendo la distancia.


Ve a la humana comer del fruto prohibido y, al parecer, no sabe tan bien como aparenta. Las muecas en su rostro la delatan. Mastica y traga el bocado con gran esfuerzo. De pronto; aparece el hombre atravesando el riachuelo, salpicando todo a su paso.


— ¿Qué has hecho? —pregunta a la mujer, contrariado, arrebatándole el fruto.


— Lo he probado. —responde ella, con una rara sensación en el estómago.


— ¡No debiste, Eva!


— Si ninguna de las criaturas vivientes podemos comer de los frutos de este majestuoso árbol, ¿cuál es el sentido de su existencia?


El hombre trata de comprender, sin mucho éxito, el razonamiento de la mujer. Sabe que Eva ha desobedecido, pero no es lo que esperaba su espíritu temeroso.

Todo sigue igual.

Resignado; se limita a observar el fruto que lo seduce en sus propias manos. Es engañado con gran rapidez por su apariencia exquisita y, ni corto ni perezoso, le da un mordisco.
Apenas traga el bocado, algo en sus ojos cambia. Lucen más despiertos y es entonces que la metamorfosis comienza.

Adán se sonroja e intenta desesperadamente cubrirse el cuerpo con las manos mientras Eva corre a esconderse detrás del árbol.


— ¡Estamos desnudos! —exclama ella, asustada.


De sus ojos brotan las primeras lágrimas de la humanidad. Intenta secarse el rostro con las manos pero no importa cuánto lo haga, siguen saliendo.


Levanta la mirada y ve a la serpiente.


— ¡Maldita criatura! —exclama con rabia, en un intento desesperado por trasladar su culpa— Viste todo y no hiciste nada.


Presa de la ira, agita las ramas con fuerza y la serpiente cae a sus pies. Intenta pisarla, pero ella se enrolla y levanta la cabeza, enseñando colmillos que antes no tenía. Adán corre y, desnudo como está, toma a Eva del brazo y la lleva con él. A su paso, observan a los demás animales atacándose, desgarrándose, devorándose unos a otros en un frenesí de instintos desatados.


Los humanos se saben indefensos y solo les queda huir. Lloran con amargura mientras abandonan el Jardín y se reprochan el error cometido.


La serpiente busca refugio en medio del caos, pero algo la toma desde arriba y la eleva.

Tiene suerte. Las garras se clavaron en su piel muerta. Se desprende por completo en pleno vuelo, incluidas sus extremidades, y ella cae al suelo, con escamas relucientes, como un nuevo ser.

— ¿Es el cambio que buscabas, hermano? — pregunta al Creador.


— No es el que buscaba. Es el que debía darse.


— Pues no es tan notable como esperaba. ¿Estamos en esto desde hace cuánto? —cuestiona al Creador, con hartazgo indisimulado — Han pasado eones, pero casi siempre es lo mismo.


— Ese “casi” es un avance que subestimas demasiado –añade, con una sonrisa—. Pasarán eones y la paciencia seguirá sin ser tu mejor cualidad.


Ven aterrizar a la serpiente. Está aturdida y no se mueve, pero sigue viva. El Creador acaricia su lomo y ella consigue ponerse en marcha mientras su hermano observa a los humanos correr sin rumbo fijo.


— ¿Por qué huyen? –pregunta de repente.


— Han comido del fruto. Son conscientes de sus actos pero ignoran que el Jardín es más de lo que abarcan sus ojos. Lo es todo. Lo absoluto. Somos el Jardín.


— Y ¿qué haremos ahora?


— Aguardar el segundo acto. La metamorfosis también nos incluye. Falta muy poco.



Completamente renacida; la serpiente regresa al árbol. Ha encontrado un hueco en lo alto del tronco. Su lengua detecta aromas que la llaman a descubrir lo que esconde en sus profundidades.

Se arrastra sin que la oscuridad la afecte. Ve a una criatura en el interior y experimenta nuevas sensaciones que la guían para concretar lo que está a punto de hacer.

Llega hasta la fuente de calor. Clava sus colmillos en el cuerpo blando que forcejea y se debate.

Rodea esa vida diminuta. Se enreda una y otra vez, la aprieta y asfixia hasta que exhala su último aliento. Siente al Creador en todas partes, incluso en la presa que engulle, y no tiene miedo.

¿Qué habrá sido de los humanos? Lleva sin verlos un buen rato, pero eso ya no le importa.

El Jardín tiene nuevas reglas y ha comenzado a aplicarlas a través de su naturaleza salvaje liberada.


Y todo está permitido.

El Paraíso Perdido de John Milton. Ilustración
de Gustave Doré.

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