El Prófugo y la Cabra: La Víspera

La noche buena llegó al igual que algunos cadáveres ansiosos por recibir cristiana sepultura. El único que no había llegado era Silvestre y, sin ese viejo perro, Gregorio sentía la soledad como un espectro que le rozaba la espalda a sus anchas.

Gregorio, el guardia del viejo cementerio, no tenía un hogar fuera del campo santo, tampoco familia además de Silvestre, quien desde la visita de Caló, el prófugo que consiguió degollar a la cabra más astuta que había visto en su vida a cambio de no ser entregado a la policía, no había regresado a su lado.

El banquete de lujo que estaba a punto de prepararse tendría que devorarlo sólo. Gregorio no era un miserable que odiaba convidar un poco de su comida, pero Silvestre no estaba para acompañarlo y los cadáveres del cementerio no eran muy sociables. Jamás se dignaron a abandonar sus tumbas para ofrecerle una buena conversación, ni siquiera compañía. Permanecían silenciosos todo el día los muy haraganes.

A Silvestre lo dio por muerto hace meses. Imaginaba que se había perdido en el monte y que alguna serpiente venenosa fue capaz de clavarle los dientes en un descuido fatal.

Sin embargo, una parte de él, la que lo consideraba su única familia, a veces le dejaba un plato con agua cerca del antiguo portón, con la mirada perdida en el horizonte, aguardando a que apareciera su fantasma al menos. Porque para Gregorio, los animales tienen un alma, al igual que cualquier humano, y si se tiene un alma es probable que al morir ascienda al cielo o baje al infierno, o bien, regrese como un alma en pena, un fantasma, una aparición.

Pero de Silvestre no ha recibido aullidos espectrales, ni peste de osamentas ni fantasma.

Caló, por su parte, permanecía tras las rejas nuevamente. Una vez que abandonó el cementerio con los pantalones de Gregorio, fue a su casa y luego de ver llorar a su madre mientras le rogaba que regresara a la cárcel para que su situación no empeorara, se entregó a la justicia.

Además, tenía otro asunto que no lo dejaba tranquilo y que le rondaba la cabeza cada instante: el asesinato de Silvestre. No pudo matar a la maldita cabra, pero sí al perro de Gregorio, un hombre que aprovechó su situación de prófugo para obtener algún beneficio, pero que también le ofreció techo, cerveza, trabajo y compañía, aunque fuera en un cementerio que agitaba sus terrores más profundos.

«La cárcel purgará tu culpa» decía una parte de él y la otra contraatacaba diciendo «te violarán de nuevo y dudo que esta vez te dejen con el trasero intacto».

Nunca sintió culpa cuando mató al pedante hijo del coronel. Pero con el perro fue distinto. Lo sacó de quicio con sus ladridos constantes y molestos, en cambio la cabra, alcanzó a rogar por su vida, a pedir piedad. Los perros son los mejores amigos del hombre, las cabras no, al menos Caló no lo sabía. Silvestre era un perro, era el mejor amigo de Gregorio, hasta se arriesgaba a decir que más que amigo, era como un hijo. Los perros son como niños después de todo.

Haber regresado a la cárcel por su propio pie a pesar de haber huido anteriormente fue bueno. Las autoridades penitenciarias analizaron la posibilidad de reducirle la pena. Lo mejor de todo era que los presos que lo violaban con frecuencia habían sido trasladados a otra prisión.

Para Caló, la cárcel se había convertido en un centro vacacional de dos estrellas.

Recordaba a Silvestre siempre que veía a los guardias con sus perros recorriendo el patio. 

Y al hacerlo se sentía atormentado. A veces pensaba en la cabra que dejó escapar por el monte. Cuando recordaba sus balidos y la manera en la que la palabra «piedad» salía torpemente a través de sus fauces, la piel se le erizaba por completo.

La tarde del 24 de diciembre lo sorprendió pensando en muchas cosas, especialmente en el hecho de que sería la primera víspera de navidad que pasaría en prisión. Su madre vendría a visitarlo, la esperaría, pero no sería lo mismo. Todo le parecía deprimente.

– ¡Caló! – gritó un guardia desde el portón que daba al patio- Tu madre acaba de llegar.

Tras notificarlo, desapareció de su campo visual.

Cuando Caló vio a su madre sentada a la mesa gris, de frío hierro, sintió unas ganas tremendas de tirarse a sus pies y rogarle que se lo llevara a la casa, pero en lugar de eso; la abrazó como si fuera el último abrazo de su vida y tomó asiento frente a ella.

Comieron pollo horneado, acompañado con ensalada de papas y terminaron con una botella de sidra mientras conversaban.

– El San Bernardo de don Julio preñó a Bibi. -comentó su madre refiriéndose a la perra de raza indefinida que dejó en casa- Ahora es madre de tres cachorros enormes.

A continuación, sacó una foto de su bolsillo. Era Bibi con sus retoños peludos.

Caló abrió los ojos como platos cuando se fijó en el cachorro gris que estaba en medio. Era igualito a Silvestre.

– ¿Qué piensas hacer con todos los perritos? -preguntó rápidamente.

– Voy a regalarlos, eso es lo que me queda. No podría mantener a tres perros más. -respondió con seriedad.

– Este cachorro, -señaló al del medio- ¿podrías llevárselo al guardia del cementerio?

Su madre lo miró con extrañeza. Luego pareció recordar algo y añadió:

– ¿Aún sientes culpa por lo que hiciste con su perro? Pero, está bien, no te preocupes, se lo llevaré mañana por la tarde.

– ¡No! -exclamó Caló- Tienes que llevárselo hoy.

– Tengo muchas cosas pendientes por hacer en la casa…

– Por favor, mamá. Lleva al perrito con el guardia hoy. -pidió al borde de las lágrimas- por favor.

Ella asintió con desgano y Caló pidió algo más:

– Pero él no debe saber quién le dejó al perro, ni debe verte. Abre el portón y se lo dejas dentro, en el cementerio. Estará bien, te lo prometo.

Su madre aceptó hacerlo. Luego de unos minutos, tuvo que regresar a casa, a seguir con los preparativos para la cena de noche buena.

– No lo olvides, por favor. -dijo Caló a modo de despedida y un guardia lo acompañó de vuelta a su celda.

Sintió el cuerpo liviano como no lo sentía hace meses y sonrió para sí, aliviado.

Ya en casa; la madre de Caló fue recibida por Bibi y el cachorro en cuestión, mientras los otros dos dormitaban en el patio. Rió al verlo, pensando en la absurda posibilidad de que el cachorro estuviera confabulando con Caló.

Lo tomó en brazos, lo puso en una caja de verduras y se lo llevó a la calle, rumbo al cementerio.
Gregorio estaba acostado, escuchando la radio en su humilde casa. Acababa de ducharse luego de sepultar a un muchacho, víctima de un accidente de tránsito. Estaba cansado y descubrió que la radio con sus estúpidas canciones de navidad lo hacían sentir peor.

Apagó la radio y oyó el portón. Se levantó como pudo y se acercó por la ventana. Estaba a punto de oscurecer por completo y allí no había nadie, salvo una caja de verduras con una silueta asomando la cabeza.

Gregorio salió de la casa y se acercó a la caja con sigilo, como si tuviera una bomba. Cuando llegó a la caja, vio a un cachorro gris, agitando el rabo pequeño, brincando, intentando abandonar la caja.

En ese mismo instante recordó cómo fue que Silvestre llegó a su vida. Aquel cachorro era la viva imagen de su perro desaparecido y también llegó de la misma forma.

Lo tomó en brazos y lo metió a la casa, mientras le acariciaba la cabeza. Lo bañó y no le costó nada pensar en un nombre. Lo llamó Silvestre y al cachorro pareció no molestarle que lo nombraran igual que al antiguo perro de su nuevo dueño. Bueno, él no lo sabía, pero si lo supiera no le importaría.

Cuando dieron las doce; Caló bebió sidra en una vaso de vidrio y el pequeño Silvestre dormitaba a su lado. Estaba feliz al notar que ya no estaría solo otra vez.

Bebió un trago del vaso y lo notó extraño. Las lágrimas se le estaban escapando e iban cayendo directamente al interior del vaso cada vez que bajaba la cabeza para observar a su nuevo amigo.